24 Horas Desaparecido: La Cronología del Horror. El Caso Erick Omar

 


El teléfono no sonaba, y esa era la primera señal de que el mundo se había roto. Para la familia de Eric Omar, las siguientes 24 horas no serían un lapso de tiempo, sino un abismo. Un laberinto de pasillos grises, ventanillas de atención ciudadana cerradas y una sola frase repetida como un eco de metal: "No está en el sistema". Una y otra vez, en cada agencia del Ministerio Público, en cada juzgado, en la morgue, en los hospitales con sus luces fluorescentes que parpadeaban sobre la desesperación. "No, señor. No, señora, no tenemos a nadie con ese nombre".

Pero Eric  estaba en el sistema. Simplemente, no en el que busca la justicia, sino en el que a veces la devora. Mientras su familia, con el pánico creciendo en el pecho como una marea helada, suplicaba por un registro, por un nombre en una lista de detenidos, el cuerpo de Eric Omar, de 21 años, ya estaba siendo catalogado de otra manera. Estaba siendo procesado no como un arresto, sino como un hallazgo. Un paquete anónimo abandonado en la calle Miguel Negrete, en la colonia 10 de Mayo, a pocos kilómetros de donde lo vieron por última vez con vida, paseando a su perro.

Lo que su familia no sabía en esa búsqueda frenética, lo que no podía concebir en su angustia, era que no buscaban a un detenido, sino a una víctima. Y que la respuesta a su desaparición, la clave para entender por qué las puertas del Estado se cerraban en sus narices, no estaba en ningún libro de arrestos ni en la computadora de ningún funcionario. La respuesta estaba en la memoria de un teléfono celular, una memoria que había capturado —desde la ventana de un vecino anónimo— la filmación temblorosa de los últimos y más brutales minutos de su vida. Un video que demostraría que su desaparición no fue un error administrativo, sino el primer acto de un encubrimiento deliberado.

Bienvenidos. Esto, en la superficie, parece una tragedia urbana más de las que manchan las crónicas de la ciudad. Pero al rascar la primera capa de pintura oficial, al quitar el barniz del comunicado de prensa, revela la anatomía completa de una maquinaria de poder, abuso y encubrimiento. Este es el caso de Eric Omar.

Por un lado, tenemos la narrativa de la familia, una narrativa dolorosamente humana. Eric Omar, un joven de 21 años, padre de dos niños pequeños, un comerciante como el resto de su familia, que se ganaba la vida en el bullicio de la Venustiano Carranza. Su tía, Itzel Hernández, con la voz rota frente a las cámaras, lo describiría con una simplicidad desgarradora: "Era un chico muy alegre, tranquilo, no se metía con nadie". Insistía, como si tuviera que defenderlo póstumamente de una acusación que ya flotaba en el aire. "No era ratero, no se dedicaba a la mala maña". La imagen que pintan es la de un padre joven, un trabajador, que un martes 4 de noviembre simplemente salió a pasear a su perro en la calle Soledad.

Por el otro lado, se levantó casi de inmediato la narrativa silenciosa pero implícita de la autoridad. La Secretaría de Seguridad Ciudadana, en sus primeras comunicaciones, no habló de Eric; habló del contexto. Señaló que la zona donde fue detenido, esa colonia 10 de Mayo, esa zona centro, es identificada con alto índice delictivo. Una declaración que, aunque fácticamente cierta, funciona como una táctica de comunicación: es una pincelada de justificación. Sugiere, sin decirlo, que los agentes operaban en un entorno hostil, que sus acciones debían ser firmes, que cualquier persona en esa calle a esa hora era, quizás, parte de ese alto índice. La familia denuncia un asesinato arbitrario y una desaparición forzada. La institución, en sus primeros balbuceos, sugiere un contexto que intenta legitimar una detención que, como veremos, no tuvo nada de legítima.

Hoy, en este espacio, no analizamos un simple homicidio. Analizamos el iter criminis, el camino del crimen que comienza con un abuso de autoridad, escala a tortura y homicidio, y culmina en la maquinaria estatal intentando borrar sus propias huellas.

Para entender la magnitud de lo que sucedió esa tarde de noviembre de 2025, primero debemos entender contra quién chocaron las narrativas. ¿Quién era Eric Omar? Tenía 21 años, dos décadas y un año, una edad en la que la vida apenas desempaca sus promesas. Era padre de dos niños, dos vidas pequeñas que ahora tienen un vacío con la forma de su padre. Su familia, comerciantes, gente de esfuerzo, de lona, de madrugar, de entender el pulso de la calle no como un peligro, sino como un sustento.

La descripción de su tía Itzel —"muy alegre, tranquilo"— es un intento desesperado de humanizarlo ante un sistema que parece necesitar deshumanizar a las víctimas para justificar su propia violencia. La familia de Eric Omar entendió esto instintivamente. Salieron a los medios no solo a llorar, sino a construir un escudo narrativo. "No era ratero". ¿Por qué una familia tendría que aclarar eso? Porque sabían que la primera bala que dispararía la defensa oficial o mediática sería la del carácter. Sabían que intentarían pintar a Eric no como la víctima, sino como parte del problema de esa zona de alto índice delictivo.

Y aquí es donde la táctica de la Secretaría de Seguridad Ciudadana se vuelve tan reveladora. Al señalar la peligrosidad de la colonia, no están dando un dato; están sembrando una duda, creando una presunción de legitimidad. Están diciendo: "Nuestros oficiales estaban en territorio enemigo, y en la guerra hay bajas". Pero la calle Soledad no era un campo de batalla esa tarde. Era una calle donde un joven paseaba a su perro.

El perfil socioeconómico de Eric Omar, lamentablemente, lo convertía en el objetivo perfecto: joven, hombre, comerciante, viviendo en una zona con presencia documentada de crimen organizado como la Unión Tepito, con altos índices de violencia. Pero vivir en una zona de alta criminalidad no te hace un criminal; a menudo, te hace la primera víctima. Te coloca en una categoría de alta vulnerabilidad al abuso policial, donde la línea entre proteger y dominar se vuelve peligrosamente borrosa.

Y lo que los testimonios de la familia revelan es que este encuentro no fue sobre proteger, sino sobre dominar. La violencia, según relataron, no se desató por una resistencia al arresto ni por el descubrimiento de un delito flagrante. Se desató, presuntamente, por un acto de humillación pura, un acto que define la naturaleza de este crimen.

La tarde del 4 de noviembre de 2025, Eric Omar camina por la calle Soledad. El sol de otoño quizás cayendo, el ruido de la Venustiano Carranza como música de fondo. Está paseando a su perro. Es un acto cotidiano, mundano. Es el último acto mundano de su vida.

No sabemos cómo inicia la interacción. La Secretaría de Seguridad Ciudadana, hasta la fecha de los informes, no ha proporcionado un solo motivo oficial, ninguna causa probable para la detención inicial. La familia alega que fue detenido simplemente por haber salido a pasear a su perro. Y si no hay motivo legal para la detención, todo lo que sigue no es un procedimiento: es un secuestro.

Aquí es donde la historia se vuelve granular y aterradora. Según los testimonios de la familia, que recogen lo que los testigos vieron y oyeron, la interacción escala de una detención injustificada a un ejercicio de poder sádico. Uno de los oficiales presuntamente le exigió a Eric que le lamiera los dedos.

Detengámonos aquí. Imaginemos la escena: las luces de la torreta, quizás el uniforme, la placa, el peso de la autoridad absoluta frente a un civil de 21 años. Y esa orden: una orden diseñada no para someter, sino para humillar, para quebrar el espíritu antes de quebrar el cuerpo. Es un acto de tortura psicológica. Es el lenguaje del poder absoluto y corrupto.

Eric Omar presuntamente se negó. Y aquí, en esta negativa, en este último acto de dignidad, se sella su destino. La negativa a ser humillado es leída por el agente como una afrenta intolerable. La respuesta no es la fuerza proporcional; la respuesta es la furia. El familiar relató a los medios el momento exacto: "Le dio un rodillazo". Este no es un golpe cualquiera, no es un empujón. Es un golpe contundente, un rodillazo dirigido, según la evidencia forense posterior, al torso.

La familia afirma que inmediatamente después de recibir ese impacto, Eric se volteó y dejó de moverse. Se colapsó. El golpe seco y brutal en el abdomen, seguido de un colapso inmediato, es una secuencia clínicamente consistente con un trauma abdominal masivo, una ruptura de órgano, una hemorragia interna. En ese instante, en la calle Soledad, Eric Omar dejó de ser un detenido y se convirtió en un herido de muerte. Y los oficiales que lo rodeaban dejaron de ser agentes de la ley y se convirtieron en sus asesinos.

Pero el crimen apenas comenzaba. Porque la historia, analizada con la frialdad de los reportes, revela una anomalía administrativa que es, en realidad, la primera pista del encubrimiento. Los informes indican que los agentes que iniciaron la detención, los que primero abordaron a Eric, estaban adscritos al Sector Consulado de la SSC. Sin embargo, el video que se revelaría más tarde, la prueba reina, muestra algo crucial: muestra cómo Eric, ya inerte o semiinerte, es subido por la fuerza a una patrulla que no pertenecía a Consulado; pertenecía al Sector Congreso.

Esta discrepancia jurisdiccional no es un error de papeleo; es el primer indicio de un plan. Los agentes que posteriormente fueron arrestados por el homicidio —Ricardo "N", Jaciel "N" y Enrique "N"— pertenecían, en efecto, al Sector Congreso. ¿Qué significa esto? Significa que llamaron a colegas para manejar la situación, que la patrulla del Sector Congreso fue llamada para limpiar la escena.

La cámara de un vecino estaba a punto de responder a esa pregunta. La prueba más fuerte, como la llamó la familia, no provino de una cámara de seguridad del gobierno ni de la bitácora de los oficiales. Provino del valor de un vecino, un ciudadano que, al ver la brutalidad desplegándose en su calle, decidió no mirar hacia otro lado. Sacó su teléfono y oprimió "grabar".

El video es crudo, es movido, es la perspectiva del miedo, pero es irrefutable. En las imágenes se ve a tres oficiales. No están dialogando, no están negociando. Están sometiendo a Eric Omar, que ya está en el suelo. No se ve el inicio de la agresión, pero se ve el clímax. Se observa a uno de los oficiales golpearlo repetidamente mientras está en el asfalto. Ya no ofrece resistencia. Quizás, después de ese rodillazo, ya no podía ofrecerla.

Y luego, la escena más inhumana: el video registra cómo los agentes arrastran el cuerpo de Eric. No lo levantan como a un detenido; lo arrastran como a un bulto. Lo arrastran para subirlo a la caja o al asiento trasero de esa patrulla del Sector Congreso.

El video confirma la violencia, pero es el testimonio de la familia —ese detalle del rodillazo— el que le da el contexto fatal. El video es el qué. El testimonio es el cómo y el por qué. La convergencia de estas dos piezas de evidencia es legalmente devastadora. Primero, el testimonio familiar habla de un rodillazo en el abdomen. Segundo, el testimonio dice que, tras ese golpe, Eric colapsó y dejó de moverse. Tercero, el video muestra a los oficiales golpeando y arrastrando un cuerpo que parece inerte. Y cuarto, el hallazgo posterior del cuerpo, como veremos, revela notables signos de golpes en el área del abdomen y la cara. La línea es directa. El testimonio, la reacción física, el video y la evidencia forense cuentan exactamente la misma historia, coherente y aterradora.

Y en el centro de todo, la pregunta más grande: ¿por qué fue detenido? La SSC, incluso después de que el video se hiciera público, no pudo proporcionar una justificación legal para el arresto. La familia lo dijo claro: por pasear a su perro. Esto es crucial porque, si la detención fue ilegal desde su inicio, la violencia que siguió no puede ser analizada en la categoría de "uso excesivo de la fuerza". No se puede usar fuerza excesiva en un acto que de por sí es ilegal. Lo que el video y los testimonios describen no es un mal procedimiento policial; es una agresión criminal. Es un acto de tortura perpetrado por agentes del Estado que escaló, en cuestión de minutos, a un homicidio.

Y ahora, los asesinos tenían un problema. Tenían un cuerpo, un cuerpo que no debía existir, resultado de una detención que no debía haber ocurrido. Lo subieron a la patrulla del Sector Congreso y, en ese momento, Eric Omar desapareció.

Aquí es donde el caso de Eric Omar trasciende el homicidio y entra en el territorio más oscuro del abuso de poder estatal: la desaparición forzada.

Para la familia, el 4 de noviembre por la noche, Eric Omar simplemente no regresó. El perro quizás volvió solo. Un vecino les avisó. Primera llamada: "Eric, ¿dónde estás?". El teléfono suena, pero nadie contesta. Suena y suena hasta que manda a buzón. La segunda llamada. La tercera. El pánico. Comienza la búsqueda desesperada.

Debemos entender lo que esto significa para una familia como la de Eric. Significa movilizarse con sus propios recursos. Significa dividir tareas en medio de la angustia. "Tú ve al MP de la Venustiano Carranza. Yo voy al de la Cuauhtémoc. Itzel, llama a los hospitales, al de Balbuena, al de la Villa".

Imaginemos a Itzel Hernández, su tía, recorriendo esas agencias. Es más de medianoche. El aire frío de noviembre. Las luces de neón de la ciudad, indiferentes. Llega a la primera agencia del Ministerio Público. El olor a café rancio y a desinfectante. El oficial tras la ventanilla de cristal blindado, con los ojos cansados.
—Buenas noches. Busco a mi sobrino, Eric Omar, 21 años. Creemos que lo detuvieron hoy en la tarde en la calle Soledad.
El oficial teclea sin mirarla. El sonido de las teclas es lo único que rompe el silencio. Pausa.
—No, señora, no tengo a nadie con ese nombre. No está en el sistema.
—Pero es que lo detuvieron. Estamos seguros. Policías.
—Pues aquí no está. Siguiente.

Y así, una y otra vez. Hospitales: "No, aquí no ha ingresado nadie con ese nombre". Juzgados cívicos: "No, no tenemos registro". Delegación tras delegación. Durante más de 24 horas, una y otra vez la misma respuesta. Nadie sabía nada, nadie les daba razón.

Este periodo no fue un simple retraso burocrático, no fue que se traspapeló el informe. Fue una acción deliberada. Los agentes del Sector Congreso que se llevaron a Eric Omar nunca cumplieron con el protocolo legal más básico: presentarlo sin demora ante el Ministerio Público. ¿Por qué no lo hicieron? La respuesta es obvia y escalofriante: porque Eric Omar ya estaba gravemente herido o, quizás, ya estaba muerto. Presentarlo ante el MP significaba registrar la hora de la detención. Significaba que un médico legista lo tendría que revisar. Significaba activar un protocolo por lesiones que expondría el rodillazo y los golpes. Significaba el fin de sus carreras.

Así que tomaron la segunda decisión fatal de esa noche: decidieron ocultarlo. Al mantenerlo fuera del sistema, lo colocaron en un limbo legal y físico. Lo borraron. Esto tiene un nombre: se llama desaparición forzada, y es la prueba irrefutable de que los agentes sabían perfectamente lo que habían hecho. No fue un accidente; fue un crimen que, desde el primer momento, intentaron encubrir.

Mientras la familia de Eric lo buscaba en el sistema de justicia, su cuerpo estaba quizás todavía en la patrulla, o en un callejón, o en algún limbo oscuro, mientras sus captores decidían qué hacer con él.

La búsqueda terminó el 5 de noviembre. No fue en una agencia del MP; fue en la calle. El cuerpo de Eric Omar fue encontrado sin vida en la calle Miguel Negrete, en la colonia 10 de Mayo, cerca de donde fue detenido, pero no en el mismo punto. Lo habían abandonado. Paramédicos acudieron al lugar. Solo pudieron confirmar lo inevitable: ya no presentaba signos vitales.

Cuando la familia finalmente lo encontró, no fue en una celda, fue en una plancha del Servicio Forense. Y el cuerpo hablaba. Hablaba de la violencia que el video había capturado. Los informes y los testimonios familiares son claros: el cuerpo presentaba notables signos de golpes en el área del abdomen y la cara. El rodillazo.

El abandono del cuerpo en la vía pública fue el acto final del encubrimiento, el intento desesperado de convertir un homicidio policial en un hallazgo anónimo, en una estadística más de violencia en una zona de alto índice delictivo. Pensaron que, sin testigos y sin registro, la historia se desvanecería.

No contaban con el video.

En el momento en que ese video, grabado por un vecino valiente, tocó las redes sociales y los escritorios de los medios de comunicación, el castillo de naipes del encubrimiento se vino abajo. La respuesta de la Secretaría de Seguridad Ciudadana, que había estado ausente durante las 24 horas de la desaparición, fue ahora inusualmente rápida. Fue una respuesta de control de daños, obligada por la evidencia ciudadana y la subsecuente presión social y mediática.

De repente, la máquina que había dicho "no está en el sistema" se puso a trabajar a toda velocidad. La Dirección General de Asuntos Internos de la SSC inició una investigación. El secretario de Seguridad Ciudadana, Pablo Vázquez, salió a dar declaraciones. En cuestión de días, la SSC confirmó la identificación y captura de los oficiales implicados. Los nombres salieron a la luz: Ricardo "N", Jaciel "N" y Enrique "N". Todos, como indicaba la anomalía administrativa, adscritos al Sector Congreso. La tarjeta informativa de la SSC confirmó que fueron presentados ante el agente del Ministerio Público para rendir su declaración —esa misma presentación que le negaron a Eric Omar.

Pero la acción no se detuvo ahí. En un movimiento que buscaba mostrar mano dura y cortar la línea de responsabilidad, el secretario Pablo Vázquez ordenó el cese del cargo del director del Sector Congreso, el supervisor directo de los elementos implicados. Esta medida es una admisión implícita de algo mucho más grande: una falla en la supervisión, un reconocimiento de que la cultura de ese sector estaba, por lo menos, fuera de control.

Comparemos esta celeridad con el contexto más amplio de la violencia policial en México. Un análisis de Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad describe el fenómeno como uno de "impunidad sin límite", donde se estima que solo uno de cada 200 casos de violencia policial llega a ser castigado. Uno de cada 200. La rápida acción en el caso de Eric Omar no parece ser, entonces, un indicador del funcionamiento rutinario de la justicia interna. No es el sistema funcionando; es el sistema reaccionando a una crisis de relaciones públicas. Es una reacción de contención, obligada por la prueba irrefutable.

La Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México atrajo el caso. Se abrió una carpeta de investigación por el delito de homicidio en la Fiscalía de Investigación Estratégica del Delito de Homicidio. Los tres agentes fueron detenidos. Pero la familia de Eric Omar sabía que "homicidio" no era suficiente.

La familia, en su búsqueda de justicia, interpuso denuncias que ampliaban la tipificación. Y esta estrategia legal es crucial para entender la verdad completa de este caso. No fue solo un homicidio. La familia denunció por abuso de autoridad y por desaparición forzada. Esta es la tríada que define el crimen.

Si el caso se procesa únicamente como homicidio, la defensa podría, en un futuro, argumentar un homicidio simple o preterintencional. Podrían decir que fue una riña, un sometimiento que se salió de control, que el resultado —la muerte— no fue el deseado. Pero al integrar los otros dos delitos, el panorama se agrava y se vuelve incontrovertible.

El abuso de autoridad establece que el encuentro fue ilegal desde su origen, que la detención no tenía fundamento, que los agentes actuaron fuera de la ley desde el primer segundo. Y la desaparición forzada, demostrada por la ocultación deliberada del detenido a su familia y al sistema por más de 24 horas, prueba la intención y la conspiración para encubrir el crimen. Demuestra que sabían que habían cometido un acto fatal y coordinaron sus acciones para ocultarlo. Esto agrava el homicidio, demuestra el dolo, la ventaja y una acción coordinada por parte de agentes del Estado.

Por lo tanto, el veredicto de los hechos, el veredicto que nos arroja la evidencia acumulada, es claro y contundente. Lo que tenemos aquí no es una tragedia de errores, no es un mal día en la oficina. Es una secuencia de decisiones intencionales, criminales y deliberadas.

  • Hecho uno: Una detención ilegal sin motivo, basada en el abuso de autoridad.

  • Hecho dos: Un acto de tortura y humillación: la exigencia de lamerle los dedos.

  • Hecho tres: Un golpe fatal: el rodillazo como respuesta a la negativa de la víctima. Un homicidio.

  • Hecho cuatro: Una conspiración para encubrir, evidenciada por la discrepancia de patrullas (Sector Consulado versus Sector Congreso).

  • Hecho cinco: La no presentación de Eric Omar ante el Ministerio Público, constituyendo una desaparición forzada.

  • Hecho seis: El abandono del cuerpo en la vía pública como acto final de encubrimiento.

  • Hecho siete: La prueba de video, capturada por un civil, que desarticuló la mentira.

El veredicto, por lo tanto, es que Eric Omar no murió durante una detención. Eric Omar fue torturado, asesinado y desaparecido temporalmente por agentes del Estado. El crimen no fue solo la violencia de tres individuos, sino la conspiración de esos individuos para usar la maquinaria del Estado y borrar su crimen. La "brutalidad policial" es un término que se queda corto. Esto fue un homicidio calificado, agravado por la desaparición forzada, perpetrado con dolo y encubierto con los recursos que los ciudadanos les otorgan para su protección.

Volvemos al inicio: al silencio del teléfono, al laberinto de las 24 horas y al "no está en el sistema". El caso de Eric Omar nos enseña que el mayor cómplice de la impunidad es el silencio. El sistema de justicia interna no funcionó; falló. El sistema solo reaccionó bajo una confluencia extraordinaria de factores: la luz innegable del video de un civil, la movilización inmediata de la familia y la presión de los medios. En ausencia de cualquiera de estos elementos, es probable que Eric Omar fuera hoy una estadística más de muerte no resuelta en la vía pública, cerrada con un informe policial falso de "resistencia a la autoridad" o "riña entre particulares".

La justicia para Eric no llegó de una oficina. Brotó del asfalto, de la evidencia ciudadana.

Tras la confirmación de la muerte, familiares y amigos se manifestaron. "¡Queremos justicia!", gritaban. Pero esta exigencia de justicia está amenazada por un miedo explícito. En una entrevista, un familiar de Eric lo expresó con una honestidad que hiela la sangre: "Tenemos miedo. Mucho, mucho, porque esos policías son de aquí. No sabemos cuándo nos vuelvan a hacer lo mismo, a que a otro nos vayan a matar".

Ese miedo es el arma final del abuso. La familia, comerciantes y los testigos vecinos viven y trabajan en la misma jurisdicción patrullada por los colegas de los oficiales detenidos.

Para todas las personas que han vivido o están viviendo una situación de abuso de autoridad. Para las familias que ahora mismo están en esa búsqueda desesperada, recorriendo pasillos y suplicando por un nombre en una lista: no están solas. Su miedo es válido, es real y es la herramienta que el sistema corrupto usa para paralizarnos.

Pero la historia de Eric, registrada en ese video tembloroso, nos muestra la única contraarma que tenemos: la visibilidad, la luz. Compartir este caso, decir el nombre de Eric Omar, no es solo buscar justicia para él y para sus dos hijos. Es encender una luz en los rincones oscuros donde opera el abuso. Es proteger al próximo joven que salga a pasear a su perro. Es un recordatorio de que, aunque ellos tengan el poder de la placa y el arma, nosotros tenemos el poder de la voz, de la cámara y de la memoria colectiva.

Que no haya silencio. Que haya justicia.

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