Última Hora Harfuch: ¿Quién m4tó a Carlos Manzo? No fue solo el Cártel

 


Era un muchacho en un país acostumbrado a la violencia. La imagen de un pistolero muerto en el asfalto es, trágicamente, una más. Pero aquí, en el expediente del caso Carlos Manzo, esta imagen se niega a ser archivada. Mírenla de cerca: no es el rostro de un sicario veterano, ni la mirada fría de un profesional. Es un rostro joven de 17, quizá 19 años. Un joven que fue enviado en un viaje solo de ida.

Caminó entre la multitud. Uruapan celebraba el Día de Muertos. El aire estaba espeso por el aroma dulce y penetrante del cempasúchil, por el humo sagrado del copal. La gente celebraba la vida de los que ya no estaban. Y en medio de esa celebración de la memoria, este joven pistolero se movía con un propósito frío. Se acercó al alcalde Carlos Manzo. Lo rodeaba un círculo de acero: sus policías locales, leales hasta el final, y un contingente aún más grande de la Guardia Nacional. Protección federal, el escudo más fuerte que el Estado puede ofrecer.

El joven sicario atravesó ese escudo como si fuera de papel. Disparó y, en el instante siguiente, el propio escudo que falló en proteger al alcalde cumplió su segunda función: aniquilar al agresor.

En los casos que desentrañamos aquí, en Veredicto Final, hemos aprendido que un asesinato es una pregunta, pero un asesinato suicida es una respuesta. Es una declaración de poder tan absoluta que el mensajero es tan desechable como la bala que dispara.

La historia de hoy no busca el nombre de ese joven. Su nombre se perdió en el momento en que aceptó la misión. La historia de hoy busca a los verdaderos culpables. Buscamos a la mano que puso el arma en el corazón de ese muchacho. Buscamos a la voz que dio la orden y, quizás más importante, buscamos la negligencia, la ausencia, la distracción que retiró el escudo de acero y dejó al alcalde desnudo frente a su verdugo.

El expediente del caso Manzo no es la historia de un hombre contra un cártel; es la anatomía de un abandono. Es la crónica de una muerte anunciada en los pasillos del poder. Y la pregunta que debemos responder es: ¿quiénes —en plural— mataron a Carlos Manzo?

A primera vista, el caso parece resuelto. El móvil es claro, obvio, casi de manual. Por un lado, tenemos a un alcalde valiente, Carlos Manzo, un hombre que se atrevió a gobernar en el corazón del "oro verde": Uruapan, la capital mundial del aguacate. Un negocio de miles de millones de dólares y, donde hay tanto dinero, la sombra de la extorsión es un monstruo que devora todo. Por el otro lado, tenemos al Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), la organización que, según todas las fuentes, controla esa sombra.

La narrativa oficial se escribe sola: el alcalde golpeó al cártel y el cártel le devolvió el golpe. Venganza. Fin de la historia. El sicario, vinculado al CJNG, fue la herramienta. Caso cerrado.

Pero en este tribunal de la verdad, desconfiamos de las verdades sencillas. Porque justo debajo de esa narrativa clara, como un río subterráneo, corre otra historia. Una historia de susurros, de llamadas de auxilio ignoradas. Una historia que no apunta a un capo en la sierra, sino a un político en un palacio.

Esta segunda narrativa habla de un gobernador, Alfredo Ramírez Bedolla, el gobernador de Michoacán, un hombre del mismo partido que el alcalde, Morena. Un hombre que, según fuentes de primer nivel dentro del propio gobierno federal, estaba distraído.

¿Qué significa "distraído" cuando la vida de un alcalde está en juego? Aquí es donde el caso se fractura. La culpabilidad deja de ser una línea recta y se convierte en una telaraña. De un lado, la bala del sicario. Del otro, el vacío de poder que le permitió llegar a su blanco. ¿Cuál de los dos fue la causa real de la muerte? El expediente que abrimos hoy sugiere que uno no podría haber existido sin el otro.

Para encontrar al culpable, debemos seguir el hilo de la pólvora. Y ese hilo nos lleva inevitablemente a un hombre con un alias: "El Rino".

Todo comenzó el 27 de agosto. No fue un día de balas, sino de esposas. Fue un día de victoria, la victoria más peligrosa de todas. La policía municipal de Uruapan, leal a Manzo, en lo que se describió como un operativo audaz, capturó a René Belmonte, alias "El Rino". Para el ciudadano común, un alias más. Para el CJNG, una catástrofe.

"El Rino" no era un sicario de bajo nivel; era el engranaje maestro de la extorsión en Uruapan. Fuentes cercanas a la política regional y a la investigación lo colocan como el subordinado directo de los hermanos Ramón y Rafael Álvarez Ayala, "El R1" y "El R2", la alta jerarquía del cártel. "El Rino" era el gerente del miedo. Su especialidad: los pequeños y medianos campesinos. El gran productor, el dueño de miles de hectáreas, tiene sus propios guardias y camionetas blindadas. Pero el campesino que vive de su pequeña huerta, el que depende de la cosecha para sobrevivir el año, era su presa. "El Rino" decidía quién comía y quién pagaba.

Una fuente es clara: "Todos los hechos violentos se desencadenaron tras la captura de este señor. Es un tipo con alto grado de peligrosidad".

Carlos Manzo no solo había arrestado a un hombre; había estrangulado la principal fuente de ingresos del cártel en su propia casa. Había demostrado que el cártel era vulnerable.

Manzo sabía exactamente lo que había hecho. Conocía las reglas no escritas de Michoacán. Sabía que había pateado el avispero más letal del país. Su reacción no fue de celebración, sino de preparación para la guerra.

El mismo 27 de agosto, el día de la captura, Manzo grabó un video. Es un documento que hoy hiela la sangre. Mirando a la cámara, con la urgencia marcada en cada palabra, le pidió a los ciudadanos de Uruapan que se quedaran en casa. Les advirtió, con información de inteligencia en mano, que pistoleros del cártel se preparaban para entrar al municipio a sangre y fuego.

Imaginen la soledad de ese hombre. Acababa de asestar el golpe más importante contra el crimen en años y, en lugar de recibir medallas, tuvo que pedirle a su gente que se escondiera.

En ese momento, Manzo hizo lo que debía: levantó el teléfono y pidió apoyo al gobierno federal y al gobierno estatal. Sabía que su policía municipal no podría soportar la ola de violencia que se avecinaba.

Y la ola llegó. Inmediatamente.

Las semanas siguientes a la captura de "El Rino" fueron un infierno. La violencia en Uruapan se disparó. El cártel ya no se escondía. Empezó una cacería abierta contra los policías locales de Manzo. El 14 de agosto —incluso antes de la captura de "El Rino"—, en medio de esta guerra sorda, un agente ya había sido asesinado. Tras esa primera muerte, Manzo volvió a pedir ayuda. Se reunió con autoridades estatales. Suplicó por coordinación, por una estrategia conjunta.

La ayuda, en teoría, llegó en forma de agentes de la Guardia Nacional. Pero, como demostraría la tragedia, enviar soldados no es lo mismo que enviar seguridad. Faltaba una pieza. Faltaba el arquitecto de la defensa.

Aquí es donde la investigación da un giro oscuro. La segunda pista no se encuentra en una casa de seguridad del cártel; se encuentra en Morelia, en el Palacio de Gobierno.

Una fuente de alto nivel, conocedora de las violencias de Michoacán y con acceso directo a los círculos del poder federal en la Ciudad de México, pintó un cuadro devastador para el diario El País: en el Palacio Nacional, en el círculo cercano a la presidenta Claudia Sheinbaum, existía un profundo y creciente malestar.

Michoacán, según esta fuente, es uno de los estados que más apoyo federal ha recibido. El despliegue de agentes de la Guardia Nacional y otras fuerzas es enorme. El gobierno federal sentía que había cumplido su parte, que había enviado el músculo. Sin embargo, los resultados eran nulos. Había un estancamiento; la violencia seguía fluyendo.

La razón, el diagnóstico de la fuente federal, es brutal y se resume en una palabra: distraído.

El gobernador de Michoacán, Alfredo Ramírez Bedolla, el hombre que debía ser el principal aliado de Manzo, el comandante en jefe de la seguridad en el estado, está distraído.

La fuente detalla esta acusación: a diferencia de otros gobernadores en estados "calientes" que han asumido la seguridad como su prioridad personal e intransferible, presentándose cada mañana sin falta a las sesiones diarias del gabinete de seguridad, a Ramírez Bedolla, según esta fuente, le falta compromiso.

El informe es demoledor: el gobernador supuestamente ha estado más ocupado en atender asuntos de su vida personal y viajando que en sentarse a dirigir la estrategia contra la violencia que consume su estado.

Esta distracción no es un asunto personal; es una falla estructural que tiene consecuencias mortales. Y el asesinato de Carlos Manzo es, según esta visión, la prueba irrefutable. Es el botón de muestra.

Y aquí es donde encontramos al segundo culpable. Porque esa distracción, esa silla vacía en la mesa de seguridad, es lo que rompió el círculo de acero.

Volvamos a la escena del crimen. El Día de Muertos, la música, el copal, la multitud. Y en el centro, Carlos Manzo. Su custodia, su "círculo de acero", era mixto: estaba compuesto por sus policías locales y un número mayor de agentes de la Guardia Nacional. Tenía el músculo federal protegiéndolo. Entonces, ¿cómo es posible que un sicario de 17 años, actuando a pie, lograra penetrarlo, disparar y ser abatido en el mismo lugar?

La respuesta está en el detalle más importante de este caso: la coordinación.

En un operativo de protección de alto nivel, especialmente uno mixto, la clave es el hilo conductor. Alguien tiene que estar al mando; alguien tiene que decidir quién cubre qué flanco, cómo se mueve el protegido, cuáles son las rutas de escape. Los agentes federales, la Guardia Nacional, son el segundo círculo de apoyo, el músculo. Pero el hilo conductor, la sinapsis que une a todos los elementos en un solo escudo coherente, corresponde siempre a la autoridad estatal.

Como la fuente lo puntualiza sin rodeos: el hilo conductor siempre debe ser el gobernador. Y ese hilo estaba roto.

Lo que el sicario de 17 años vio no fue un círculo de acero; vio un espejismo. Vio a un grupo de agentes federales y un grupo de agentes locales parados juntos, pero no trabajando juntos. Vio el hueco creado por la ausencia de un mando estatal. Vio la grieta que la distracción del gobernador había abierto en la armadura del alcalde. Y por esa grieta entró la muerte.

La distracción en el Palacio de Morelia se tradujo en un vacío de mando en las calles de Uruapan. La Guardia Nacional estaba presente, pero no estaba siendo dirigida.

El fracaso se agrava por otro factor: la inestabilidad que el propio gobernador supuestamente fomentó. Desde que Ramírez Bedolla tomó posesión en octubre de 2021, las carteras clave para la seguridad —la Secretaría de Gobierno, la Secretaría de Seguridad y la Fiscalía Estatal— han sido un carrusel. Cambios constantes, funcionarios que no duran lo suficiente para entender el terreno, mucho menos para diseñar una estrategia. Un caos en la cúpula que garantiza la parálisis en la base.

Carlos Manzo pidió ayuda. El gobierno federal envió tropas, pero el hombre que debía convertir esas tropas en un escudo estaba, según los informes, mirando para otro lado. El cártel no tuvo que romper el escudo. El propio Estado se lo había desarmado.

El sicario era un mensajero. El gobernador fue un facilitador.

Pero, ¿quién envió el mensaje? ¿Quién es tan poderoso como para ordenar una ejecución suicida, sabiendo que el sistema político y judicial lo protegerá?

La orden vino de arriba. De los jefes de "El Rino", de los hermanos Ramón y Rafael Álvarez Ayala, "El R1" y "El R2". Y aquí es donde el expediente revela la capa más profunda y podrida de culpabilidad.

Porque los Álvarez Ayala no son solo fantasmas en la sierra; son, en Michoacán, parte del sistema. La historia de su familia es la historia de la política regional. Otro de sus hermanos, Roldán Álvarez, fue alcalde de Apatzingán hace poco más de 20 años. No fue un candidato independiente; fue el alcalde del PRD, el partido que gobernó Michoacán durante años. Un político que, según las fuentes, fue cercano a exgobernadores como Leonel Godoy (del PRD, hoy convenientemente refugiado en Morena) y Lázaro Cárdenas (antaño en el PRD y hoy también en el partido guinda, el partido en el poder).

La política y el crimen en Michoacán no son líneas paralelas; son una trenza. Una trenza tan apretada que es imposible saber dónde termina una y empieza la otra.

Y si la política los protege, la justicia los libera. La impunidad de los Álvarez Ayala es descarada. Los jefes de "El Rino", Ramón "El R1" y Rafael "El R2", ya habían sido capturados. Fueron detenidos en el año 2012 y condenados cuatro años más tarde. Pero hoy, Ramón "El R1" está libre.

Su caso es tan escandaloso, tan emblemático de la podredumbre judicial, que protagonizó una de las conferencias de prensa matutinas del expresidente Andrés Manuel López Obrador en el año 2022. En esa conferencia, el entonces subsecretario de seguridad, Ricardo Mejía, informó a un país atónito que "El R1" había librado cinco causas penales distintas. No por falta de pruebas, no por inocencia, sino gracias a las decisiones de diferentes jueces. Fallo tras fallo, un juez tras otro, fueron desmantelando el caso contra uno de los hombres más peligrosos del país. Gracias a esos fallos, "El R1" recuperó su libertad.

Este es el sistema contra el que Carlos Manzo decidió luchar. Un sistema donde los hermanos de los capos han sido alcaldes y buscan candidaturas en el partido gobernante. El propio Roldán Álvarez, acusado de extorsión, compitió por una candidatura a diputado federal por Morena que finalmente no consiguió. Un sistema judicial que actúa como una puerta giratoria para la alta jerarquía del cártel.

¿Qué oportunidad tenía un alcalde municipal? Manzo no solo estaba luchando contra el CJNG; estaba luchando contra el Estado sombra que lo protege.

Cuando arrestó a "El Rino", no solo desafió a los sicarios; desafió a los políticos y a los jueces que les dan cobertura.

El futuro de Uruapan es un abismo. Se asume que la viuda de Manzo, Grecia Quiroz, tomará el cargo de manera interina. Una mujer de luto forzada a sentarse en la silla de su esposo asesinado para intentar calmar la presión social.

La ironía es cruel. El hermano del alcalde asesinado, Juan Manzo, es el actual secretario de gobierno de Alfredo Ramírez Bedolla. Está sentado en el gabinete del gobernador distraído. Una posición imposible que solo subraya la tragedia.

Mientras tanto, las fuentes insisten en que la protesta social legítima por el asesinato ya está siendo infiltrada por representantes del PRI y el PAN, buscando desestabilizar a Bedolla y, por extensión, a la presidenta Sheinbaum. Un círculo vicioso de política, muerte y oportunismo.

Llegamos al momento de la verdad. La pregunta que abrió este caso fue: ¿quiénes fueron los culpables de la muerte de Carlos Manzo?

El veredicto final es que no hay un solo culpable; hay una cadena de culpabilidad, una conspiración de acciones y omisiones que se alinearon perfectamente para producir una muerte.

  1. El culpable material: El joven sicario de 17 años. Un instrumento fanatizado o coaccionado, pero en cualquier caso desechable. La mano que apretó el gatillo.

  2. El culpable intelectual: El Cártel Jalisco Nueva Generación, bajo el mando de los hermanos Álvarez Ayala, "El R1" y "El R2". Ellos dieron la orden. Diseñaron la misión suicida como una brutal campaña de propaganda terrorista.

  3. El culpable por complicidad sistémica: El aparato político-judicial de Michoacán. Los jueces que liberaron al "R1", los políticos que han permitido que la familia Álvarez Ayala eche raíces en el poder. Ellos crearon el monstruo, lo alimentaron y le dieron la impunidad que necesitaba para actuar.

  4. El culpable por omisión estratégica: El gobernador Alfredo Ramírez Bedolla. Las pruebas y testimonios apuntan a una negligencia mortal. Su distracción, su falta de compromiso, no fue un error administrativo. Fue el factor que rompió el hilo conductor. Fue la omisión que desarmó el escudo de seguridad de Manzo. El gobernador no apretó el gatillo, pero su indiferencia le quitó el seguro al arma.

Carlos Manzo no murió en un simple atentado. Murió en una zona de sacrificio, abandonado por el mismo Estado al que servía.

El joven sicario de 17 años fue el mensajero. El mensaje fue claro: no importa cuán valiente seas, no importa cuántos soldados federales te rodeen, si el sistema que debe protegerte está distraído, si el hilo conductor está roto, estamos a un adolescente de distancia de ti.

En la ironía más cruel, Carlos Manzo fue asesinado en el Día de Muertos, un día para recordar a los que se han ido. Hoy, su familia —su viuda Grecia Quiroz, sus hijos, sus hermanos— no solo lo recuerdan; viven el trauma de una pérdida violenta, pública e injusta.

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